Artículo de Don Tomás Malagón, publicado en la revista mensual "El ciervo" en abril de 1964 (año 13, nº 124, p. 7)
Ha muerto Guillermo Rovirosa.
Los que tratábamos con él asiduamente, los que le conocíamos sabemos bien cuán
grande es el puesto que deja vacante en las filas del apostolado seglar.
Muchos lectores de El Ciervo
le habrán escuchado, sin duda, en alguno de sus discursos, o habrán asistido a
algún Cursillo de los innumerables que ha dirigido en todas las regiones de
España, o habrán leído alguno de sus escritos. Todos, de un modo u otro, habrán
oído, al menos, hablar de él. Pero pocos conocían la talla extraordinaria del
hombre que la muerte se nos ha llevado.
Pocos conocían hasta qué
extremos llegó la generosa entrega de Rovirosa al servicio de la Iglesia,
después que, perdida la fe al terminar su bachillerato, alumno a continuación
de la Escuela Industrial de Barcelona, que tan brillantes promociones de
ingenieros supo producir, envidiablemente situado por su competencia técnica en
plena juventud en París, a principios de 1933, con ocasión de una conferencia
del cardenal Verdier se inició el proceso de su vuelta a la Iglesia, que había
de terminar, después de largos meses de estudio, de reflexión y de discusión en
aquella su «segunda primera-comunión», como él decía, recibida en el Monasterio
de El Escorial en la Navidad de aquel mismo año.
Desde ese momento Rovirosa no
pensó sino en cómo viviría más fielmente el Mensaje de Cristo en cuya hondura
la Gracia le había hecho penetrar de modo tan singular.
Fue destinado entonces a un
importante cargo de dirección técnica en los Laboratorios Llórente, donde se
hallaba al empezar la guerra civil gozando de un prestigio excepcional y de la
aceptación de todos los componentes de dicha empresa y de otras del mismo ramo,
que en aquel trance pusieron en él toda su confianza. Su labor, durante todo
aquel tiempo, fue admirable, tanto en el campo técnico como en el orden
apostólico. En su casa se celebró a diario en aquellos años la Santa Misa, y él
se dedicó, en especial, al estudio de la Doctrina Social de la Iglesia,
pudiendo disponer providencialmente de la Biblioteca de Fomento Social.
Terminada la guerra civil, y
después de algunas incidencias desagradables que le fueron causadas por quienes
no conocían cuál había sido su actuación en ella, siguió trabajando, primero,
en los mismos Laboratorios Llórente, y luego en el Monasterio de Montserrat, al
que se consideró adscrito hasta su muerte y al que siempre profesó un
entrañable afecto.
En tales circunstancias fue
nombrado Vocal de Apostolado Social en el Consejo Diocesano de los Hombres de
Acción Católica de Madrid, y ésta fue la ocasión de que Dios se sirvió para
aceptar el ofrecimiento que Rovirosa, de acuerdo con su esposa, le había hecho
a raíz de su conversión de dedicarse íntegramente al Apostolado Obrero y de
vivir las estrecheces del más pobre trabajador manual, si se le daba tal
oportunidad.
En efecto, en 1946, el
entonces Presidente del Consejo Nacional de los Hombres de Acción Católica,
don Santiago Corral, habiendo recibido de la Jerarquía Eclesiástica el encargo
de poner en marcha a la H. O. A. C, acudió en demanda de colaboración a
Rovirosa, Vocal Diocesano, como hemos dicho, de Apostolado Social de los
Hombres de Acción Católica de Madrid.
Desde ese momento Rovirosa
fue el alma, la voz y el cerebro de la H.O.A.C. Vestido ya como un obrero, y
viviendo en la mayor pobreza (a tal extremo llegó su entrega), Rovirosa
recorrió muchas veces toda España, viajando siempre en tercera clase. Fueron
varios centenares los Cursillos dirigidos por él y millares las conferencias
que pronunció en todas partes. Además, su labor periodística, primero en el
¡Tú!, y luego en el Boletín de la H.O.A.C, ha sido extensísima. ¡Aquella prosa
popular, enérgica, inconfundible, que sin cesar fluía de su pluma, y que tan
gran impacto ha producido, como su palabra caldeada y convincente, que a tantos
trabajadores alejados de Cristo ha devuelto a la Fe! Porque, en efecto, más que
lo cuantitativo de su obra, con ser tanto, destaca su valor cualitativo.
Rovirosa, amigo personal de los principales teólogos y escritores católicos de
Europa, a quien visitaban Guitton, Congar, Von Balthasar, Michonneau,
Voillaume, Lebret, etc., conocedor como pocos y entusiasta propagador de las
corrientes más actuales del pensamiento cristiano (cuando, antes del Concilio
actual, esto se veía por muchos de entre nosotros con tan malos ojos), fue,
efectivamente, un gran renovador de ideas y de métodos apostólicos. Se
reconozca o no, la Acción Católica de nuestros días debe a Rovirosa mucho de lo
mejor que tiene. La H.O.A.C, que tan profunda huella está abriendo en el mundo
del trabajo, tan interesadamente ignorada por muchos, como admirada en sus
hombres, en su doctrina y en sus métodos por todos los que la conocen, es, en
gran parte, obra suya.
Rovirosa dio al Apostolado
Obrero todo lo que tenía, la heroica oblación de su brillante posición
profesional, el sacrificio de su felicidad matrimonial, cuando en 1947, al
volver de la II Semana Nacional de la H.O.A.C, se encontró con que su esposa
había desaparecido, sin que ninguna investigación diera resultado alguno, su
tiempo, su talento, el admirable testimonio de su vida, de su pobreza, de su
caridad con todos, de su silencio, el dolor de su cuerpo, cuando víctima de un
accidente, hubo de amputársele su pie izquierdo, en una actitud ejemplarísima y
en circunstancias en que se puso de manifiesto su gran fidelidad a la
Iglesia...
Sus críticos y detractores
(que los tuvo, y era natural, ya que no debemos olvidar cómo chocaba la línea
de pensamiento y de método de Rovirosa con las ideas tradicionales, tan
generales, y sobre todo antes de Juan XXIII y del Concilio, en el catolicismo
español) consiguieron en 1957 que a este hombre se le apartase de lo que él más
había amado en este mundo, de su obra principal, de la labor apostólica en la
H.O.A.C. Fue sencillamente heroico el ejemplo de su silencio, de su caridad y
de su conducta en aquellos momentos.
Desde entonces hasta su
muerte Rovirosa ha repartido su tiempo entre el Monasterio de Montserrat y su
casa de Madrid, sin dejar nunca sus trabajos de investigación técnica, con los
que realizó en el campo de la electricidad una multitud de hallazgos
interesantísimos, y siempre en contacto con sus muchos amigos, a quienes
enviaba frecuentemente aquellos sus escritos multicopiados en que de modo tan
impresionante nos hablaba de la «cooperación integral» entre los hombres, de
«Judas», del «arte de escuchar» y de todos aquellos otros temas que le fueron tan
queridos toda su vida.
Su muerte, muerte de santo,
después de recibidos los últimos Sacramentos con el fervor con que él siempre
acostumbraba, fue su postrera lección.
Confiamos en que por la
divina misericordia disfrute ya de la paz eterna concedida como premio a los
buenos luchadores del Reino de Dios y su Justicia.
En la tarde del 29 de febrero pasado, varios cientos de hoacistas, llegados de todos los rincones de España, llevaron al Cementerio del Este de Madrid el cadáver de Guillermo Rovirosa.
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